lunes, 18 de febrero de 2008

1936, Apuntes para una crónica


Mientras el ejército fascista, vencida la resistencia de Badajoz, se dirige hacia Madrid, el mundo demanda noticias de España. Crisis, comunicados contradictorios, dimisiones y proclamas encendidas, por parte de un Gobierno que ha desaprovechado su superioridad inicial para aplastar la rebelión y parece sumido en el desconcierto. Los partidos políticos radicales y las organizaciones obreras, por su parte, ven llegada la hora de la revolución y reclaman el reparto de armas. En Barcelona, donde se registran violentos enfrentamientos y el golpe es neutralizado con virulencia, destaca la figura de un líder llamado a convertirse en uno de los símbolos del pueblo español en lucha y en un mito universal del anarquismo.

Nacido en León en 1898 y mecánico de profesión, Buenaventura Durruti era partidario de las técnicas revolucionarias e insurreccionales, un hombre de acción más que de política. Diversas acciones armadas —desde el asalto al Banco de España hasta un atentado fallido contra Alfonso XIII— le condujeron a un largo exilio por diferentes países, hasta su regreso con la proclamación de la Segunda República. Era uno de los principales líderes de la FAI, la rama más revolucionaria del anarquismo español, cuando estalló la guerra. Al grito de: «¡Adelante, hombres de la CNT!» asaltó con su ejército de anarquistas el cuartel de las Atarazanas, último reducto de los militares golpistas en la ciudad condal. Su llamamiento convocó a una columna de valor legendario. A ella se adhirió un periodista que publicó una entrevista con Durruti que con el paso de los años se ha convertido en un texto fundamental para entender el desarrollo de la guerra y los fundamentos del anarquismo español.

Alertado por los acontecimientos, el 22 de julio había llegado a Barcelona Pierre van Paassen (1895-1968) . De origen holandés pero formado en Canadá y Estados Unidos, Van Paassen, corresponsal para Europa del Toronto Daily Star, conocía bien España. Había cubierto la proclamación de la República en 1931 y entrevistado a Azaña. Posteriormente y enviado por la National American News Agency (NANA), el mismo consorcio periodístico que mandaría a Hemingway a España, recorrió el país de norte a sur y de este a oeste para estudiar las ocupaciones de tierras. Van Paassen era de esa clase de periodistas errantes que desarrollan su trabajo según su criterio y aceptan pocas indicaciones de las lejanas redacciones. En 1928 había entrevistado a Hitler para The New York World y en 1933 fue arrestado por los nazis. Como tantos otros corresponsales que estuvieron en España, cubrió también la guerra de Etiopía. Al día siguiente de su llegada a Barcelona se vio envuelto en un fuego cruzado entre milicianos y quintacolumnistas y terminó lleno de cristales. Salió de Barcelona con la columna de Durruti y en sus memorias, Days of Our Years (Nueva York, 1939), traza un retrato de aquellos hombres que con una mezcla de júbilo, exaltación, desorganización y precariedad se lanzaron a los caminos de España para derrotar al fascismo y hacer la revolución. Estuvo con ellos en el frente de Aragón y recuerda que muchos no habían disparado nunca un fusil. Era una tropa alegre que dormía y comía al raso discutiendo constantemente lo que había que hacer en la nueva época de la humanidad que acababa de comenzar.

Abel Paz y otros muchos autores que le siguen, creen que la entrevista que Durruti concedió a Van Paassen tuvo lugar en Barcelona el 24 de julio, esto es, inmediatamente antes de ponerse en marcha la columna hacia Aragón, pero en el periódico comprobamos que está fechada en Madrid el 5 de agosto, donde había llegado, en efecto, el líder anarquista para entrevistarse con Largo Caballero, recién nombrado presidente del Gobierno, e intentar conseguir armas. La entrevista fue enviada por avión a París y de allí cursada al Toronto Daily Star, que la publicó el 18 de agosto. Es un plazo razonable que elimina la distancia entre la conversación y su publicación en prensa que extraña a Paz y hace verosímil la afirmación del reportero de que a lo lejos retumbaban los cañones. También a esta entrevista pertenece la famosa respuesta de Durruti sobre las ruinas que heredarán los anarquistas, datada por Hugh Thomas con posterioridad y atribuida a otro diario canadiense.

Van Paassen describe a Durruti como un hombre alto, moreno, de rostro despejado y rasgos morunos, hijo de un campesino pobre, en el que llama la atención su peculiar habla chispeante y gutural. Representa a una organización sindical con dos millones de afiliados sin cuya colaboración nada puede hacer la República. La conversación entre ambos —más que entrevista, ya que Van Paassen interviene y matiza las palabras del —líder anarquista— es una exacta radiografía de los fines, métodos y ambiciones de la revolución. «A donde quiera que vayas» escribe el periodista, «es Durruti y otra vez Durruti de quien se oye hablar como de un hombre admirable». Cuando le pregunta si no teme que no van a heredar más que un montón de ruinas, le contesta que los trabajadores están acostumbrados a vivir en la miseria y en las ruinas: «Llevamos un nuevo mundo en nuestros corazones». Durruti insiste en la necesidad de tomar Zaragoza y de salir al encuentro del general Franco. Su intención es «aplastar al fascismo para que no vuelva a levantar la cabeza». Es una labor del pueblo, de los proletarios, de los anarquistas. Setenta años después, la reflexión del más famoso líder revolucionario español sigue produciendo un escalofrío: «Ningún Gobierno en el mundo lucha contra el fascismo hasta la muerte. Cuando la burguesía ve que el poder se le escapa de las manos, recurre al fascismo para mantenerse».

Durruti murió unos meses después, el 20 de noviembre, en Madrid, en circunstancias nunca del todo aclaradas, tras haber perdido a buena parte de su columna en el frente más expuesto y arriesgado de la capital y de la guerra. Su entierro en Barcelona, al que asistieron cerca de medio millón de personas, fue la mayor manifestación de duelo que jamás se había producido en la ciudad. Van Paassen, por su parte, volvió a Barcelona y encontró una situación tranquila, comida abundante y un ambiente alegre de camaradería universal donde todos eran iguales y nada parecía tener precio: un espejismo de la historia.

El inmenso cielo azul de agosto bajo el que lucha la columna Durruti se rompe de pronto y se dibuja el perfil de un avión, que conduce el aviador más literario de la historia. «Después de Lyon, he girado a la izquierda rumbo a los Pirineos y a España», escribe Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944): «Ya estoy sobre los Pirineos. Aquí están España y Figueras. Aquí la gente se mata. Lo más extraño no es descubrir el incendio, las ruinas y las muestras de aflicción de los hombres, lo más extraño es que no se ve nada de esto». El piloto solitario pasa por Gerona y aterriza en Barcelona, donde percibe avenidas desiertas e iglesias devastadas que le parecen intactas. «Salvo algunos edificios quemados y algunos centenares de muertos en una población de 120 000 habitantes, ¿dónde están las hecatombes?», se pregunta. Pasea tranquilamente por la Rambla cruzando sin problemas las barricadas hasta que, sentado en el café, descubre el drama que está ocurriendo cuando una patrulla irrumpe de pronto y se lleva detenido a un hombre acusado de fascista. «Sus dos manos, levantadas por encima de la cabeza, semejaban las de un hombre que se ahoga», escribe en el primero de sus reportajes sobre la guerra de España, publicado en L’Intransigeant el 12 de agosto de 1936.

Cuando llega a Barcelona, Saint-Exupéry es autor de varias obras de éxito y, sobre todo, un experimentado piloto, pero está pasando una mala racha. Su intento, a finales de 1935, de batir el récord de vuelo entre París y Saigón terminó con un aterrizaje forzoso en el desierto de Libia, de donde le rescató in extremis un beduino (el episodio inspirará El principito). Sus proyectos de conferencias y de raids se vienen abajo, sus deudas se acumulan y debe dejar su apartamento para vivir en un hotel, del que también es expulsado. L’Intransigeant había sido un periódico de extrema derecha, pero con la llegada del Frente Popular pretendía mostrarse más moderado e incluso liberal, y manda a Saint-Exupéry con este propósito. No era, para el autor, su primera experiencia periodística ya que había escrito una serie de reportajes sobre la URSS en 1935, por encargo de Paris-soir, diario con el que volverá a España en 1937, esta vez a Madrid.

Barcelona es una ciudad controlada por los anarquistas, apunta en el segundo de sus artículos de este primer viaje, publicado el 13 de agosto: «Durante mi paseo matutino les veo ocupados en mejorar sus barricadas. Algunas son sencillos muros de adoquines, otras son modélicas barricadas con dos parapetos. Echo una ojeada por encima del muro. Están ahí. Han traído los muebles de la casa de al lado y se preparan para la Guerra Civil, aposentados en sillones de consejo de administración...». Esta mirada impresionista que revela una realidad abstracta dentro de un conflicto lejano e inútil es la que nos ofrece el autor en su visita a Barcelona. Asiste al embarque de las tropas anarquistas y le sorprende el silencio, la falta de uniformes, la ropa negra. No parece que se luche contra un enemigo, dice, sino contra una epidemia; por eso la guerra es tan terrible: «Se fusila más que se combate». En su siguiente etapa, Saint-Exupéry aterriza en Lérida, a 20 kilómetros del frente. No existe una trinchera que separe adversarios, sino una serie de pueblos amigos o rebeldes que cambian de la noche a la mañana. Una trilladora trabaja por el pan de los hombres y se desconoce de quién es la tierra que recorre. Después de dos días por el frente no se oye un tiro: «La frontera era como una puerta abierta»...