jueves, 2 de diciembre de 2010

Anarquismo ilustrado: nuestros carteles


Autor: Lienas
Edita: CNT-FAI-AIT. Sindicato Unico del Ramo de la Alimentación
Año: 1937
Tras los primeros meses de efervescencia antifascista, milicianos armados, y lucha popular contra los militares rebeldes, Madrid se convirtió muy pronto en la capital del hambre, por la que vagabundeaban abundantes pandillas de niños que cuando no rebuscaban comida o muebles y madera entre los restos dejados por los bombardeos, jugaban a juegos de todo tipo, muchas veces juegos de guerra.

Ante la indefensión de la población, el Gobierno y la Junta de Defensa de Madrid decidieron la evacuación de las mujeres y niños, desplazándolos hacia la seguridad que ofrecían Valencia y Barcelona. Aunque fue especialmente a los niños a quienes se evacuó en gran número para alejarlos del frente de batalla que prácticamente era Madrid, rodeada por los fascistas, y sometida al bombardeo de la aviación de Franco.

Los niños fueron instalados en colonias escolares creadas alrededor de Barcelona, donde recibían los mejores cuidados, atención médica, educación y alimentos, dentro de lo posible.

Los mejores alimentos posibles... porque junto a la indefensión que la guerra suponía para la población civil, estaban los problemas que se originaban en las masas humanas que carecían de lo más indispensable y que se amontonaban en las ciudades – en diciembre de 1936 más de 60.000 campesinos se habían refugiado en Madrid, huyendo del avance del Ejército Africano de Franco-, por lo que a los pocos meses de iniciarse la guerra apareció el hambre, primero en la ciudad sitiada y poco después extendida al total de la España antifascista.

La República, que contaba con los mayores centros urbanos de la España de 1936, tenía una ventaja inicial en la fabricación de textiles y en productos manufacturados, controlaba la producción de cítricos y la mayor parte de la producción de aceite de oliva y hasta un 60% de los viñedos. Pero, para alimentar tanto a los combatientes como a la población civil de retaguardia faltaban trigo, huevos, leche, carne, patatas y azúcar, entre otros productos básicos, que por el contrario abundaban en la zona dominada por los sublevados, dueños de las grandes extensiones cerealísticas y de la mayor parte del ganado vacuno y porcino; gracias a lo cual pudieron alimentar con relativa facilidad a sus ejércitos y a su retaguardia durante los tres años de guerra, mientras el hambre iba adueñándose de las ciudades antifascistas y en especial de Madrid, que por su condición geográfica siempre había dependido, de los suministros procedentes de otros lugares de la península. Esto impuso pronto el racionamiento de alimentos y de artículos de primera necesidad.

A los problemas de alimentación de los milicianos en el frente y de sus familias en la retaguardia se sumó la necesidad de exportar productos españoles para conseguir divisas con las que comprar armas y los productos alimentarios que la República no podía producir.
La moneda de cambio de estas exportaciones fueron básicamente los cítricos valencianos y el aceite de Andalucía, bien que la salida de estos productos fuera muchas veces difícil por el cierre de la frontera francesa y el bloqueo marítimo que la marina alemana e italiana hacían de las costas españolas.

A su vez el racionamiento provocó la inflación de la economía urbana que acabó por repercutir muy negativamente sobre la moneda de la República, contribuyendo a generar una espiral en la que los gestores económicos del Gobierno hubieron de hacer constantes malabarismos para atender a las necesidades de la guerra y de la subsistencia. Sin lograrlo. Cuando el hambre se enseñoreó de los habitantes de las ciudades y, aún más grave, cuando afectó de manera importante a los combatientes en el frente, ello dio lugar, junto con los otros muchos problemas militares, a que la República perdiera el empuje inicial y comenzara a perder la guerra.

En todos los frentes a los combatientes antifascistas les faltaba pan y carne y su dieta era totalmente inadecuada para mantenerlos en el estado físico y moral necesario para la lucha. Un ejemplo bastará: en noviembre de 1937, los combatientes que participaban en la defensa de Madrid recibían diariamente 20 gramos de carne, 40 de aceite, 20 de azúcar y 10 de sal, dieta absolutamente insuficiente que los hacía más propensos al agotamiento y al frío además de volverlos indiferentes a la causa que defendían con las armas. Para mejorar la situación, la República importó tantos alimentos como pudo, comprados en los mercados exteriores, con un ejemplo concreto en cifras: en la primera mitad del año 1937 se importaron 22.153 toneladas de trigo, 6.621 toneladas de centeno, 4.686 de avena, 4.332 de harina, 4.516 de azúcar, 1.000 de guisantes y cientos de miles de toneladas de alimentos enlatados, entre otros, lo cual era solo como una gota de agua en el mar y podía sevir como un apaño para días o semanas pero no resolvía el hambre que a esas alturas de la guerra ya afectaba a toda la España antifascista, con el agravante de la señalada falta de transportes que impidió una correcta distribución de estos alimentos.

En 1937 la logística de las comunicaciones y transportes se reveló como una de los problemas más difíciles de resolver para la República, y un factor que podía determinar tanto los traslados de tropas y civiles como el abastecimiento de las ciudades. Alimentar a las ciudades más importantes, y al millón largo de refugiados huidos de las ciudades y pueblos conquistados por los militares rebeldes, resultó casi imposible. Las mujeres y los niños hacían largas colas durante horas para conseguir las míseras cantidades de comida de racionamiento y muchas veces se lanzaban a los campos y cultivos cercanos a las ciudades para tratar de comprar, adquirir por trueque y hasta robar hortalizas, frutas, patatas... 1937 fue un año donde el hambre comenzó a convertirse en hambruna y se extendió del Madrid sitiado a Valencia y Barcelona, ciudades que habían acogido a muchos refugiados: Concretamente, se calcula que en Barcelona llegaron a amontonarse más de 100.000 personas llegadas de todos los rincones de la España republicana en busca del “oasis de paz” que la capital catalana suponía por su mayor distancia de los frentes.

La escasez de alimentos y la disminución de calorías, acabaron por dar lugar a un rebrote de enfermedades como la tuberculosis, que afectó no solo a la salud sino también a la moral de combate y resistencia. En muchas ciudades se produjeron episodios de manifestaciones de mujeres contra el racionamiento del pan. De mujeres que asaltaban vagones de tren cargados de naranjas u otros alimentos. De mujeres que en las principales ciudades republicanas realizaron graves algaradas callejeras para protestar por que se exigiese receta médica para poder comprar, ¡a precios exorbitantes!, huevos, pescado, carne y leche. De niños que robaban lo que podían. De ancianos que mendigaban por una corteza de pan duro.

La situación se hizo crítica en el invierno 1937-38, cuando los problemas de transporte hicieron imposible abastecer Madrid, momento en el que se ha estimado que los habitantes de la ciudad solo recibían alimentos racionados por un valor de 500 calorías diarias, cuando lo necesario era un mínimo de 2.300 a 3.300 calorías. La desmoralización se hizo mayor cuando en varias ocasiones la aviación franquista “bombardeó” la ciudad con barras de pan, que habitualmente fueron consumidas vorazmente por los madrileños.
El hambre se convirtió en el primer y principal enemigo, más incluso que los fascistas. El hambre que minó la resistencia antifascista, que sembró la desesperanza, que mató las ilusiones y llevó al derrotismo a muchos de los defensores de la República,
En 1938, las autoridades de la República dieron la máxima prioridad a la defensa de la región valenciana, por ser esta la última fuente de producción que podía alimentar a Madrid y la Castilla republicana. En el verano de este año la situación era ya tan grave que el gobierno republicano encargó oficialmente al ejército el control de los suministros de alimentos. En otoño el problema más importante era definitivamente el aprovisionamiento de alimentos, productos básicos y, después el de armas y municiones. El hambre asolaba las ciudades, en las que había surgido un próspero mercado negro a costa de la población: acaparadores de todo tipo, unas veces campesinos y otras comerciantes y propietarios, acumulaban miles y miles de kilos de maíz, avena, judías, almendras y otros muchos alimentos, muchas veces en convivencia con autoridades locales, inspectores ministeriales, policías o los "nuevos soldados". Acaparadores que vendían de estraperlo los alimentos que las familias no podían conseguir racionados, por lo que muchas mujeres debieron recurrir a este mercado negro, junto con el trueque, para dar de comer a sus familias.

A finales de 1938, en Madrid las raciones alimenticias diarias se redujeron de 180 gramos de comida a tan sólo 60 gramos y la leche únicamente estaba disponible para los niños más pequeños... Con la consecuencia de que en febrero de 1939 morían cada semana en Madrid cientos de personas por hambre e inanición.
Incluso, si no hubiese sido por los fracasos militares del "flamante Ejército Popular" y por los constantes avances de los franquistas, de todas formas la Guerra ya estaba perdida para la "causa" de la República por el hambre.

La población vivía el día a día bajo los bombardeos de la aviación enemiga y el constante cañoneo con que la artillería situada en la Casa de Campo sometía a la ciudad, y cuando cesaban los disparos y las bombas, sus pobladores se lanzaban a la calle para intentar conseguir algo que comer.