jueves, 19 de mayo de 2011

La revuelta de los pobres

Un potente viento de revuelta está sacudiendo el equilibrio socio-político del área del Mediterráneo y de Oriente Medio. Potente e inesperado. De Marruecos a Bahréin, pasando por Túnez, Libia, Egipto, Yemen y Siria, precedido por las primeras y significativas brisas iraníes. Alguien ha definido lo que está sucediendo como un 1848 árabe, recordando los movimientos europeos contra los regímenes monárquicos absolutistas. Otros, con los ojos puestos exclusivamente en las sangrientas jornadas libias, recurren a la siempre actual teoría del complot.

Pero esta exigencia de libertad y de justicia que aflora de gran parte de los movimientos no puede interpretarse simplemente bajo nuestro punto de vista y nuestros intereses, ya sean políticos, ideológicos o, sencillamente, económicos.

En realidad la olla estaba a presión desde hace tiempo, y ha bastado una nadería para llevar al orden del día la revolución social, a pesar de la pasividad de tantos -demasiados- post-revolucionarios, incluidos los post-anarquistas.

Es bien sabido que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el principal interés de los países occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, ha sido garantizarse el suministro de hidrocarburos, de los que esa área es riquísima, apoyando tanto la creación y protección del Estado de Israel para utilizarlo como gendarme, como protegiendo las tiranías que monarcas y emires habían instaurado en países como Arabia Saudí y Marruecos. La división del mundo en bloques, el apoyo de la Unión Soviética a los regímenes nacionalistas y militaristas árabes bajo la égida de la lucha de liberación anticolonialista, las tres guerras árabe-israelíes de 1956, 1967 y 1973, y la guerra civil en Líbano, redibujaron solo parcialmente el área, garantizando el poder de los nuevos sátrapas sobre sus pueblos, reducidos al silencio y a la obediencia.

Incluso en los países autodenominados "socialistas árabes" (como Siria, Argelia, Libia e Irak) se impedían las formas de expresión democrática, incluidas las de tipo representativo, con la excusa de la lucha antiimperialista y anticomunista. Se afianzaron en cambio dictaduras de partido único, expresiones de intereses tribales y de casta reforzados por el comercio y control de sus fuentes energéticas, duramente represivas ante cualquier anhelo de libertad o cualquier señal de revuelta, recurriendo por fin a la guerra contra el propio pueblo, como en el caso argelino, alimentada por los "amigos" europeos, o incluso a la guerra irano-iraquí para bloquear el potencial social de la primera revolución islámica jomeinista. Y mientras en el mundo se aflojaba la política estadounidense de apoyo a las dictaduras de carácter anticomunista como en Europa (Grecia, España y Portugal), en Turquía y en América Latina, los pueblos árabes seguían bajo el talón de hierro de la dictadura. Ni siquiera la liquidación de la Unión Soviética y sus satélites ha cambiado la situación.

Nepotismo, corrupción, autoritarismo y privilegios serán las líneas maestras de estos países. Faltando toda forma de libertad política, la única posibilidad de expresión y de organización se da en el único lugar garantizado, la mezquita, donde, a la sombra de la sacralidad del Corán, se desarrollaron formas de islamismo más o menos radical, sobre todo de carácter antisistema. Estas manifestaciones son apoyadas en Afganistán con finalidad antisoviética, y en Bosnia contra los serbios; duramente combatidas en otras partes, sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando el peligro islamista se convierte en un pretexto para la "guerra infinita", para la reducción de los espacios de expresión democrática incluso en los países "occidentales", por el endurecimiento de la dictadura y de la represión que, con la adopción de la tortura sistemática, de la humillación del prisionero, con las ejecuciones sumarias, ha encontrado su cima.

El modelo neoliberal ha hecho después el resto con la devastación de las economías locales, la destrucción de los modelos agrícolas tradicionales y la privatización de los servicios públicos, empujando a la emigración a masas significativas de mano de obra desocupada, sobre todo jóvenes, privados de toda perspectiva de futuro en sus propios países, dispuestos a todo (viajes agotadores y peligrosos, trabajos en negro sin seguridad alguna, alojamientos precarios e insalubres, etc.) para encontrar una posibilidad de vida. Una situación agravada por la crisis financiera mundial iniciada en 2008, con el refuerzo de las fronteras de la fortaleza Europa gracias a los acuerdos con los regímenes del Magreb, con la pérdida de trabajo de muchos inmigrantes y el consiguiente retorno a sus países de origen, con la adopción de medidas económicas en perjuicio de las clases más débiles, pero también del sector medio en vías de desarrollo -y que encontraba una compensación en el desarrollo económico a la falta de libertad- que está hoy en regresión social, bien poco dispuesto a volver a los niveles de la pobreza.

Si a todo esto añadimos el incremento desmesurado de los precios de los productos alimenticios básicos -sobre todo los cereales- que desde diciembre de 2010 está azotando a los principales países importadores, como los árabes, se puede ver el cuadro más completo sobre los motivos que constituyen la base del actual movimiento de revuelta. Y en el que la chispa que ha incendiado la llanura ha sido el suicidio a lo bonzo, el pasado 17 de diciembre, de Mohamed Buazizi, vendedor ambulante de fruta.

En el momento en que escribimos estas líneas no podemos prever cómo se desarrollarán los acontecimientos; si, como en Egipto y Túnez, las clases dirigentes, recurriendo a viejos trucos "gatopardescos" (cambiar todo para que todo siga igual) y liquidando a los sátrapas más destacados (los dictadores por antonomasia Mubarak y Ben Alí), intentan contener el empuje popular con ayuda del Ejército, pasado al bando "revolucionario", aunque claramente dependiente de los suministros y del dinero estadounidense. O si, como en Bahréin, la invasión de las fuerzas armadas saudíes llegará a dar la razón a las protestas juveniles. O si en Yemen el presidente dictador adoptará, tras la sangre derramada, la solución egipcia. O si en Siria, la abolición de las leyes de excepción será suficiente para convencer a los revoltosos. Y lo mismo se podría decir de Marruecos, de Argelia y de otros. Para Libia, la cosa ha surgido súbitamente mucho más compleja y la posibilidad de una instrumentalización "occidental" del comienzo de una revuelta popular, con distinta distribución sobre el territorio, se ha insinuado rápidamente, y se ha reforzado sucesivamente gracias a los bombardeos de los "voluntariosos", al comienzo de una nueva guerra "humanitaria", a los contrastes entre países agresores sobre la estrategia a seguir, fácilmente identificable, a los respectivos intereses energéticos y a la riqueza y calidad del petróleo libio.

Esto no quita que, si Libia se ha convertido en zona de conflicto armado, de guerra civil, ha sido gracias al viento de revuelta que ha comenzado a soplar desde el Magreb, más o menos impetuoso según los países, su historia, su nivel de vida, sus expectativas, y que si en Libia no ha sido particularmente vigoroso como para arrinconar a Gadafi, en cualquier caso ha empezado a soplar y si hoy es más suave ante los juegos estratégicos del imperialismo neocolonialista -por debilidad- no significa que no pueda desempeñar un papel más importante.

Seguramente la intervención de los "voluntariosos" primero y de la OTAN después, aparte de condicionar fuertemente el futuro de Libia, quiere lanzar un claro mensaje a los pueblos en lucha, y ese mensaje consiste en que no se pueden sobrepasar los límites establecidos, ya sean los de poner en discusión sustancial los poderes establecidos o los del respeto al Estado de Israel que, a su vez, ha vuelto a bombardear Gaza.

Por nuestra parte, debemos registrar la enésima intervención de fuerzas armadas europeas en una guerra "humanitaria", con el eterno pretexto de defender vidas humanas, mientras que se deja que mueran en el mar centenares de emigrantes, mientras en Lampedusa hemos podido confirmar qué valor tiene la vida para nuestros sátrapas. Mientras a manos llenas se difunde el miedo, el desprecio ante seres humanos que huyen de países empobrecidos y asolados por las políticas de nuestros gobiernos, de nuestros Estados.

Miedo y desprecio que se utilizan como instrumentos de relaciones humanas para enterrar todo residuo de verdadera solidaridad, de verdadera humanidad, de convivencia civil, para crear instrumentos mudos y obedientes de políticas jerárquicas y agresivas para las próximas guerras que se desencadenarán tanto en el interior como en el exterior de nuestros confines. Una continua y pesada concatenación de barbarie se presenta ante nuestros ojos.

En nombre de la Humanidad se mata a la Humanidad; en nombre de la solidaridad se agrede a otros pueblos; en nombre de la libertad y de la democracia se desencadenan agresiones contra los propios ciudadanos para privarles de derechos y libertades adquiridos en la lucha de generaciones, para reforzar jerarquías y privilegios, para engrosar la corrupción; en nombre de la seguridad se establecen campos de concentración, se desencadena la guerra contra los inmigrantes, se incita al odio, se fomenta el racismo.

Hay que dar la vuelta, y pronto, a la tortilla. Las luchas de los pueblos del Mediterráneo nos señalan el camino: trabajemos para poderlo recorrer pronto y bien.

Massimo Varengo

Tierra y Libertad


F. A. I.